Por Eduardo Lamazón
Los animales y la naturaleza son poca cosa para el hombre cuando el hombre es
poca cosa. Querer y respetar la vida es un privilegio de personas educadas,
porque labrar el amor requiere esfuerzo e inteligencia.
Los amantes de los perros, los que estamos persuadidos de que los animales
tienen derechos, nos debatimos en un mar de aguas encrespadas por vencer la
indiferencia y la crueldad, patrones sempiternos del trato que el hombre les
provee.
Promovemos la esterilización como el único medio incruento y aséptico de
control de la población canina en las ciudades porque sabemos que casi todos
los perros que nacen en el mundo vienen a padecer un insondable sufrimiento.
Al mismo tiempo reprobamos la industria de las tiendas de mascotas que
venden animales, porque crean relaciones no amorosas que se dan cuando la
compra del animal es por un divertimento pasajero. El niño, por ejemplo, que
compra un perrito como se compra un juguete de plástico, y que después,
cuando el animal crece o la familia sale de vacaciones, lo deja abandonado
porque ya no lo divierte o porque no puede cuidarlo. El que hace un comercio de
vender animales, si vende diez perros reproduce diez perros, si vende cien
perros reproduce cien perros.
Los perros que pueden adoptarse en los albergues tienen una sola diferencia
con los perros de las tiendas de mascotas, y es que están sucios. Se bañan y ya
está. Son tan maravillosos amigos y tan cariñosos como el que trae un estúpido
certificado que pretende avalar su abolengo.
La grandeza de un hombre –la de usted o la mía, si acaso podemos aspirar a
alguna- está en ser bondadoso pudiendo ser malo, porque ser bueno cuando se
está acorralado o no se tiene posibilidad de escoger, no tiene mérito. Ser
piadoso con los seres física o intelectualmente inferiores es un imperativo
moral para el superior, si no, no es superior. Es, al contrario, un esperpento de
arrogancia que pone a su especie, porque sí, por encima de las demás que
habitan el planeta. Es ilógico e inmoral, es vergonzoso para nuestra especie que
siendo el perro el mejor amigo del hombre, sea el hombre el peor amigo del
perro.
La mayoría de los hombres torturan por crueldad, por indiferencia, por
ignorancia, por estupidez o por sádico placer a casi todos los perros del mundo.
Ninguna de estas actitudes son adornos para quienes las ejercen. Suelen decir
“al fin y al cabo es sólo un animal”, expresión irreflexiva y rastrera con la que
descartan sin ver las cualidades del “sólo un animal”, y les niegan derechos.
En estos tiempos difíciles para la bondad y para el optimismo, tiempos de
corazones avariciosos y espíritus devastados, suelen decirme que es pueril
hablar de perros que sufren. “¿Por qué te preocupa el bienestar de los perros
si hay tantos niños hambrientos?”, es algo que escucho y escuchamos todos los
defensores de animales, cada día.
Se pretende que son dos problemas diferentes, uno los niños, otro los perros.
Yo creo que es un solo problema que se reduce a la crisis del hombre y de los
tiempos que vivimos. El planeta da alimento para el niño y para el perro, pero no
lo lleva a sus bocas. Son sus padres y sus amos, sus gobernantes y sus pastores,
sus líderes y sus ilusionistas los que hacen mal reparto de los bienes y de la
justicia.
No sólo los perros y los niños necesitan ayuda y amor. Hay ancianos, seres
hambrientos, individuos enfermos, hombres tristes, solitarios, encarcelados o
adictos a las drogas que mendigan su cuota de solidaridad. Y no es quitar
alimento a los perros para darle a otros desamparados la solución milagrosa
para todos los males. Nada se va a solucionar en el mundo del egoísmo y la perversidad
mientras la conciencia de la humanidad no camine hacia otros rumbos.
Nunca vi a un perro deambulando por las calles buscando a quién morder, nunca
vi a un león trasladándose desde la selva a quitarle la vida a un ser humano de la
ciudad, o a un toro buscando la plaza y a un sujeto vestido “de luces” para
embestirlo. Es el hombre el que apalea al perro, lo amarra con cadenas, lo aísla
y le niega el agua, y después le dice “perro asesino” cuando el animal reacciona,
defendiéndose.
La insobornable fidelidad del perro, que no conoce el más fiel de los hombres,
paga demasiado caro el mendrugo de amor que a veces recibe.
Los perros aúllan su pena eterna, mientras los hombres torpes hacen eterna la
pena de vivir en la oscuridad. Pareciera que se levantan cada mañana a buscar
bienes, bienestar, recursos, pero todo lo estropean. Han cambiado el amor por
el dinero y el buen nombre por el éxito. No respetan al río, al árbol, al perro, al
vecino, al amigo, y alguna que otra vez dicen que no comprenden por qué no hay
justicia, por qué no hay paz.
Desdichados perros. Desdichada humanidad.
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