Amo la vida tanto que la odio, pues un día se acaba. Darme cuenta que la reflexión no termina con la adolescencia, y el buscador no se acaba con la madurez, es igual a aceptar que el niño no muere por más que quieran matarlo, sólo se entristece ante la ceguera de los otros por sentirse vivos por siempre, por ganar un juego basado en la nada. En la búsqueda por la inmortalidad el hombre comete cualquier cantidad de fechorías y tonterías, yo me acepto así, como el loco mariposa, el coyote demente, el venado ciego, el perro andaluz, por eso me seguiré tatuando, aceptando que soy una romantica adicta al sufrimiento desde la perspectiva budista y que insisto hasta la enfermedad enganchada en este juego de platos rotos y kola-loka en lugar de corazones; pero al menos es lo único que puedo hacer en mi impotencia por aceptarme ser nada; un grano de arena que desaperece; que está y no está; que es y no es; que vive en los grises de la risa miserable de la vida-muerte, día-sueño, noche-amanecer y que es sin ser, en cada parte de su ser que muere y envejece a cada segundo. Mi piel así como único vestigio de mi existencia quedará pintada de colores para otros, aquellos que me vean morir y desvanecerme en el eterno arenal del tiempo universal, del niño santo; del hikuri; del fuego interno que se apaga en el corporativo de la vida engañada por el logro de ser alguien importante; del alien que se suma para producir engañando a otros y que hoy, en la conciencia del juego muere; y tilda al juego mismo de tener sin tener sabiendo que todo lo perderá menos su despertar; del loco que se avienta a volar sin alas confiando sólo en su locura; de esos mis ojos en la espalda que ya no saben hacia donde mirar y se cierran al embriago del interno silencio, que resuena en los granos de arena del mar.
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